La calesita, de Luisa Valenzuela

El niño insiste e insiste. A los cuatro años recién cumplidos los deseos pueden ser monolíticos. Ya es hora de volver, le dice la tía a su sobrino. El niño se pone a berrear. Es hora de volver, tenés que hacer la siesta, prometiste, ésta era una yapita, trata de convencerlo ella. No y no, se empaca el niño. Por fin ella cede.
Hace tanto calor en este parque desierto en el medio del día, el corazón del verano. Hasta los altos árboles transpiran y su sudor gomoso se pega a la piel.
El niño no deja de tironear a su tía hacia la calesita. ¿Qué me habrá impulsado, se pregunta ella, qué loca idea me habrá venido a la cabeza cuando le propuse bajar al parque después del almuerzo? Vamos a buscar un heladero, le había dicho al niño. Desde el ventanal del comedor, en la vereda de enfrente, el parque parecía fresco ahí a sus pies.
Se internaron demasiado en busca del heladero. Llegaron hasta el lago. Y ahora tendrán que volver a atravesar extensiones de pasto poco sombreadas, y el sol no perdona. O perdona poquito. El niño no ceja en su reclamo. Y bueno. La calesita se encuentra a un costado del parqueX y a la sombra. Está bajo los centenarios árboles llamados tipas que en primavera hacen alfombras de pequeñas flores amarillas pero ahora no, ahora sólo sueltan esa baba gomosa.
Sacaron al calesitero del sopor del verano. También a su mujer, que al rato se instaló a cebarse unos mates a la entrada del recinto cercado. El niño se entusiasmó: tenía toda la calesita para él solo. No sabía si subir a un caballo, ir en el autito azul, en el avión. Ella le sacó dos vueltas para que se dé el gusto. Eso sí, le dijo, no se te ocurra cambiar de lugar cuando la calesita esté andando. El niño prometió que no, y eligió el avión. Merece ser hijo mío no sólo mi sobrino, pensó ella con cierta pena.
Todo el ambiente estimula la pena, no así la lástima y menos la autolástima. El ambiente propicia una cierta tristeza contenida, melancolía más bien, un sentimiento con el cual ella no está demasiado familiarizada. Y en verano, qué raro, una estación hecha para la alegría aunque no, claro que no, bajo este sol que cae en capas de plata como dice Victor Hugo. El niño en su entusiasmo gira y al principio le hace a su tía adiós con la mano. Ella contesta, pero la vuelta se le hace demasiado larga, un dulce vals como salido de gramófono antiguo la va envolviendo, y sentada en un banco de madera ella se deja mecer hasta sus propios tiempos de calesita, allí mismo, aunque muchas cosas han perdido su encanto y ya no está el pony con los ojos vendados que daba vueltas en el centro para hacer girar toda esa rodaja de circo, arca de Noé en anillo. El niño ya no le hace adiós con la mano, está ahora concentrado en tratar de agarrar la sortija que con todo desgano y cierto apuro por que la agarre de una buena vez le tiende el calesitero.
El niño es su único cliente. El calesitero tiene interés en retenerlo como cebo.
Ella en la calesita de su infancia sigue escuchando valses cada vez más intensos, pero no da vueltas, no, va tan solo recordando alguno de los animales de sus tiempos, como el caballito negro medio encabritado que subía y bajaba por un poste. Estos caballitos de ahora no suben, al automatizarse la calesita se le desarticularon los émbolos. Recuerda el fascinante león, y el avión, sí, ese mismo biplano al que le encantaba encaramarse porque era como partir hacia otros mundos.
Las cosas que han cambiado: antes—al menos eso le parece ahora—la calesita estaba como tronando en medio del bosque, y hoy es un simple elemento más, arrinconado, rodeado de una alta alambrada que va cortando en forma de rombitos el aire circundante. Como waffles, piensa ella quizá un poco influenciada por la óptica del niño. Y piensa que su sobrinito es un encanto, ella debería darle más de su tiempo, pero el trabajo, y las ansias, y todo lo que la ha ido distrayendo en estos últimos años: los años, verbigracia, y algún romance más o menos dichoso. En compañía del niño podría recuperar los recuerdos de infancia, épocas supuestamente felices, las risas en esta misma calesita llena de música, ahora tan poco risueña, casi vacía, dando vueltas como las vueltas del vals para ese único niño concentrado en mover el volante de un autito, sí, porque ahora va en auto, ya lleva una cuantas vueltas ganadas con la sortija y se ha ido cambiando de ubicación durante las breves paradas y se ha olvidado de ella que está ahí mirándolo de a ratos y los más de los ratos con la vista fija en los cuadros que adornan la parte superior de la calesita. Son pinturas totalmente cándidas, torpes, del tipo de las que decoraban las cantinas de La Boca en sus años mozos, o al menos en los años cuando ella iba a La Boca y era toda una aventura.
Una aventura también la calesita, y ahora ¿dónde se ha metido, la aventura? Pegada quedó a las escenas de gitanos en el mercado (un cuadro), en esas montañas con los pastores de cabras (otro cuadro). Dicen que los cultores de este tipo de arte se basaban en las postales que año a año les iban llegando de sus parientes en Europa, los que no pudieron viajar a hacer la América. Y allí hay un castillo sobre un lago (otro cuadro). Ella va estudiando todas las imágenes que pasan lentamente ante sus ojos bajo el techo circular de la calesita que imita una carpa. Son mundos de XX simulación y XX encantamiento, hechos para la siesta, cuadros para ser proyectados sobre la muy blanca pared del otro lado de la alambrada, frente a sus ojos, más allá del ámbito semitransparente de la calesita.
La música, como para brindarle una noción de tiempo a esta calesita que parece eterna, se ha vuelto disonante. Ella ya no sabe cómo de los primeros valses se ha llegado paulatinamente a estos extraños sones, ni puede calcular cuántos mates habrá tomado la calesitera frente a la salida de ese reducto cercado, cuantas veces habrá movido el calesitero la palanca para darle una vuelta más al niño. Ella ya ni piensa en el niño, se siente cómoda dentro del sonido en esa jaula de alambre tejido que tiene un gigantesco caleidoscopio en el centro: la calesita.
Hasta que la música calla y todo vuelve a su lugar, las escenas de princesas y castillos se detienen, los lentos animales, el avión, los autitos, todos recuperan su calma de madera, el sol ha aplacado un poquito su ferocidad de siesta y ella se levanta para retomar el curso de la vida y la mano del niño, pero el niño no está. El niño no está ni de este ni del otro lado de la detenida calesita, ni dentro de la mínima sala de engranajes, ni bajo el piso flotante del artefacto, ni bajo ninguno de los tres bancos de madera. El ámbito de alambre tejido no ofrece resquicios, la calesitera nunca abandonó su puesto frente a la salida y por allí no pasó el niño, asegura, el calesitero no lo ha visto bajarse y menos alejarse. Ambos ayudan en la búsqueda, tratan de calmar a la joven mujer. El niño no está en rincón alguno de ese ámbito cerrado que casi no tiene escondrijos. Por algún lado debe de haber salido, dice ella, y se aleja del ámbito de la calesita con la intención de ver qué hay detrás de la pared tan blanca.
Mientras tanto, o mejor dicho en otra instancia distinta y paralela de este mismo instante, la calesita se ha detenido, por fin se ha silenciado la música envolvente, y el niño baja de su último caballito y no la encuentra a ella. El calesitero mira en derredor, la calesitera asegura no haberla visto pasar por la entrada, el calesitero se siente sonso pero igual mira en la salita de máquinas y debajo del piso y bajo los bancos, un poco disimuladamente mira porque entiende que ningún adulto en su sano juicio se metería allí. La mujer no aparece, el niño llora.
Y nosotros, sabiendo que las paralelas acaban por tocarse, nos preguntamos dónde. Y sobre todo cuándo. Y qué ritmo se requerirá para lograrlo.

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