La vecina del río

LA VECINA DEL RÍO



“Es posible ver el mundo desde una alcantarilla"
Alejandra Pizarnik


La Vecina del río
trae el agua de la alcantarilla
y la sube a la casa.
La que vive en la torre más alta
de una casa vigía
se sirve del murmullo
que filtra el tiempo en la ventana y renueva
una sombra apoyada en el vidrio.


La casa es mirador pluvial, fluvial
templo y asilo de la memoria.
Es lo creador creado
la criatura del río
que deposita barro en la mirada.


Juncos apaisados
mordiscos del viento sobre la costa
los atenaza desde arriba
tras el cortinado
la Sacerdotisa
que ataja el vendaval y lo examina
con lupa bifronte.


Las orillas de un río no se alcanzan de golpe
hay que navegar
como pájaro inmóvil
si se hunden las patas en la arena escaldada
del mediodía.


O desde el remolcador o la arenera
abrir la compuerta de la voz
remontando canales, vertederos y pozos
que orillan la barranca
al pie del muelle
mientras la Vecina enciende
un punto, un hueco, un faro
en la cumbrera de la casa
y succiona el verano
como guarida cómplice
laberinto.


Las vías del ferrocarril
van tropezando aguantaderos de chatarra
tirabuzones de la luz
filtrando el engranaje
las figuras y nudos marineros
de una soga
enhebrada en el ancla.


El Ancla, sí:
la Vecina es el Ancla perdida
la que nos quitaron
como si nos avisaran
que nada nos sujeta a la tierra.


Allí, acá
habitar en el molde del cuadro
que enmarca la ventana
con algas demoradas
pasto segmentado, días flotantes
luminosas mañanas, barro


la costa pavorosa, la siembra
de cascotes, cadenas
cajas corrugadas, hojarasca
fémures corroídos por las balas
los alambres de púa, la picana
los trastos de un chalé, un jardín
la galería donde sentir el fresco
de la madrugada
la confidencia que levanta las aguas y bulle
la vecindad
entre los escalones con rugidos y sed.


Mojar los labios en el discurso de las aguas. Cebarse.
La carne es dulce como un recuerdo límpido.
El ancla, el tejido mojado
entrelaza las hebras de una malla
de lana apelmazada y sol.


Arrugados, acordonados entre las ingles
acentuando la curva del horizonte
como lomo de ballena rumorosa
que escupe a los costados la sombra
entre dos aguas
los cangrejos absorben lo que tira el pasado
al azar de la melancolía.


Están impresos los líquenes y el musgo
en la marca que divide el tronco de los sauces
en dos bandas verticales de tiempo.
La inundación arrastra la baba
de los ademanes temerosos
las calderas del frío
y en la semilla de una achira pintada
amarillean trazos de carbón y de miel.


Y siempre la promesa, la plata
fulgiendo espanto en el agua rizada
las monedas chillonas que despiden globitos de aceite
en los huecos de arena, nido
de alimañas.
El color del cobre
trasmutado en argentina paraísa y sauce amargo
paraísa parisa sargentada argentina
cabellera
bella y caballa que cabalga al trote
sobre la pierna desleída
de un ahogado.


Dedos a cuatro manos
oscureciendo luces de neón y estrellas
que titilan y cuentan demasías
alquitrabes
sepultados en la carne viva
reconvertida
de los que regresan.


En la esfera de mirar
la arquitectura sostiene las preguntas
la canilla del agua remota
mientras las palmas de la corriente
acarician el flanco de la costa
asientan el lecho del río
se estremecen.


Y allí en el caballete que ausculta el rededor
desde una tela inmaculada
se atascan camalotes
se consumen
el agua la gaviota el pan de cada día y las cuentas
de gas, de barrido y limpieza,
de las luces con IVA y de las sombras.


La Bruja desplazada del este y del oeste
sacude violentos remolinos
entre cuatro paredes.
El enrejado, el hilo de grafito
sobre el papel, lo nacarado
luz de Luna y escarcha
que le saca la lengua.


En la enramada
de un paraje, un pasaje
a la orilla invisible de las vidas cercadas en pensiones
de alcoba provisoria y vajilla sin nombre
hay chapas, transistores, postes, inodoros, pastos amurados
a la piedra, el ladrillo, el aceite de máquina
la paja de la escoba barriendo huesos y palomas
entre montículos de cáscaras
colchones destripados y botellas
como pelotas de ping pong entre las tejas
de un galpón derruido
y Ella se ríe apenas (se sonríe)
la Gioconda del suburbio pintado.


Gracias. Le debemos la espuma
de las olitas haraganas
el reverbero del atardecer
los querubines con aletas
que obedecen las ondas insonoras
el sabalaje, la canoa.


Es la Mai de las boyas flotantes y la toma del agua
la que guarda el secreto del balneario
la marca de los pies hundidos en lo seco
que asciende al mirador
y gira como el aguardiente en la cabeza
el vino en el corazón
la savia en el tumulto de hojas
el pez en la pecera
desde su casa sin balcón
con vista al río y mal de junco
arrimado a los bordes.


Es la Capitana del velero inmóvil
la que no puede mirar sin ser mirada
perdiendo pie
de mañana en mañana
cuando el palafrenero del potrillo blanco
ceba otro mate en la casilla
y el cuento repetido
de una joven suicida
viene a encallar en La Ribera[1]


al pie de la Lectora
hundida en lo más alto:
un ancla revertida señalando la línea
del horizonte
que comprende todas las cosas, las estira
las padece infinitas y luminosas
con asiento en el agua y certificado
de confabulación expedido por los inspectores
de la cuadra.


La Habitante habitada conoce lo que calla. Su deseo
hace girar las burbujas del humus.
Circundando la tosca arrebolada, los bancos
de tosca y de cemento
pululan en la orilla.
Hay pancartas en cada recoveco
y denuncian el muelle
algunos hombres
que preparan parsimoniosamente la carnada.


La Señora sospecha los límites del marco:
paisajes, naturalezas muertas, retratos, sillas
escaleras
siempre hay cosas afuera
que no pueden pintarse
dibujarse, fijarse en la intemperie
donde serán miradas por cualquiera
espinas escondidas
en los intersticios y las grietas
de la memoria como un pasillo largo
que se hunde en la tierra.


Hay pensamientos raros que amanecen descalzos
desollados, bailando sobre el pasto
con espuelas de algodón sujetas
al tobillo.
Y los caballos salen a la disparada
demasiado rumbosos para contener un trazo en el papel
una pincelada en la tela vencida:
el placer
ese murmullo de la carne.


Porque el vino
adormecido en la boca que lo escancia
es una llamarada que no puede agotarse.
La que pinta prescribe en una copa
el vino de la mañana, del mediodía y de la siesta
en un sorbo largo, interminable.
Y el agua que da vueltas en el cielo se precipita de repente.
Hay tormenta del este, dicen en la radio.
La crecida.


Vuelve el ocaso
de la madera destilada en la lengua
el simposio de expertos debatiendo la pulpa
que mistifica lo sedante
el sueño
la ordalía de odio y de ceguera que sacude los techos
de la casa empapada
como un trapo en la calle
donde tropiezan las ruedas de los vehículos
los pasos del caminante
cuando la Doña, la Dueña, la Madama
ata y desata el lazo de las ingles.
el pubis
en el juncal de las orillas
y balancea
los espolones de los gallos de la vecindad
con el vaivén flotante de los huevos del sapo.


Las mujeres del barrio se despiertan
por el aroma
de la sal en el río de miel licuada
la incrustación de un filtro en el deseo
el estallido de un panal
ficción del almanaque
pinchado en la alacena.

El impulso recorre las cocinas
derrumba una estantería completa
de los muchos bienes acumulados bajo tierra
la serie abandonada de quehaceres
variopinta de frascos alineados, el arroz
la sémola embichada, el azúcar en panes.


La heladera
como ayudamemoria del olvido
exhibe la agenda de los impedimentos, las faltas
los huesos del garbanzo
las diminutas rótulas amarillas rodando bajo la cocina
como cantos rodados
los caracoles y las conchas perladas de una playa distante
el envase de almejas, las sardinas
los dedos estampados con pasta de manteca sobre el cortinado
las flores de papel, los imanes vistosos
los ángeles de yeso
y el cruce mientras tanto
del amor en la cumbrera de la torre.


En lo alto del bajo
donde una plegaria arremete y pliega el tiempo
en el friso de una ventana
deslumbran las alas de la noche.
Es el sexo
el compromiso que fija
de por vida el vuelo a las raíces
y retorna a la tierra.


Pero hay espantos con espasmos, bocas
rencores de la herida
lo que duele y alienta y late:
el himeneo.
El hombre con su látigo
“sale a cazar mujeres”
(en este barrio tienen dueño)
Las runas
la hojarasca del horizonte
marcan el pasado a fuego
en la pelambre de la nuca.


Está escrito, dicho por el profeta
que anuncia el ciclo del dolor
las caricias furtivas.
Ennoblecido y anhelante
el vikingo (campera con escudo y parches
de gamuza en los codos)
va tronchando a diestras y siniestras
la avenida por donde pasean las familias
la tarde del domingo


hasta que viene de la última fila
de escolares escaldados como postes
después de la crecida
un cabezudo degollado
sobre dos palos con pedales
agitando camiones vocingleros
con voz de altoparlante
de sonámbulo


y el Campeador arrastra la maleta la muleta
tropezando con alcantarillas y burdeles
para subir las escaleras de la torre
donde la Locutora traza una línea de tinta china
la sombra
de Macedonio Fernández en la mitad del día
de Xul Solar entre montañas de juguete
de un carricoche adentrado en la pampa
una línea:
-Dadme una línea junto a un ancla
y suspenderé la tierra en su propio eje
-dicen los contempladores (exagerando
y de vosotros).


¿O es que habla la Cautiva de los blancos
la figura cercada por las cuatro paredes
el hormigón y el estuco
de un panel que no abriga?


¿La Imaginaria
en los huecos del aire
que decreta el funcionamiento arcaico
de un observatorio de payasos?


¿El control burocrático de una fila de hormigas
sin cesar renovada entre los grumos
del torreón?


¿La escalada de tierras desvastadas
ascendiendo
la deuda, los ritos de la cuantificación
la información
el alambre torcido que cae de la terraza
al muro
y se balancea?


Cautiva y secuestrada la Maestra diseña y
revolea el rebaño de congéneres
con una perfomance hecha de tinta y agua.


Cautiva y todo
deslumbrada
por la ensalada de jazmines que se cuece en la tierra
a medida que el tiempo pasa.


Y pasa
Con el paso seguido de otros pasos.
Perseguido.
Ido
tras la imagen que es corte entre dos tablas:
el horizonte.


Está cansada, iluminada y se recuestan
en el alero las mariposas blancas
anunciando la muerte familiar
la escena cariñosa que abriga de la vida
el sillón, la premura en repasar la mesa
cotizada de migas
para que el tiempo brille en el mobiliario.

Y hace sonar la repetición de un párrafo
la Madre del balneario
que se esfuma hacia el fondo
de la casa y trama
la tela donde habrá trazos posteriores
donde vivir (otras heridas).


Suculentas heridas que guarden la memoria del placer
como los cofres llenos de papeles prohibidos
y los baldes enterrados en tierra.
Capaz que en otros mundos los eunucos aguardan
la respiración pausada de la Sacerdotisa
para vestirse con su ropa.
Cae el sueño
el desamparo de los hijos
el abandono en aires redoblados:
(acá, el Ama de la casa se cambia de sillón)
de la lona a la paja,
de la madera al caño niquelado
del almohadón al piso
y siempre la mirada
puesta en el álamo Carolina
que verdea el silencio
balancéandose
(¿por qué se balancean las cosas
que recuerdan al mundo
en su caída?)


La Mujer que ignoramos
que somos
atontada
hila y deshila noches y mañanas
jubilada en el júbilo
del apuro indecente
si el aire que bosteza es nuestro espejo
lo que nada sabemos
de la que somos en la ruta
pidiendo pista para circular
en medio de la noche.


En la avenida
hay momentos confusos:
nunca se sabe si seguir, pegar la vuelta
o frenar en un pozo
de asfalto.
El temor hace tirabuzón de esperas y coloquios vacíos.
Vamos, Vamos. Correr la ventanilla.
Tapar trepar el paisaje de carteles, vidrieras
buzones, alcancías, bicicletas que giran
como preguntas
(no, no más preguntas).


La Fantasma no escucha
ha cerrado la alcoba a los intrusos.
Se recuesta en las telas pintadas, los collages
los dibujos a pluma
el carboncillo
donde la pelusa amontona las uñas recortadas
el camisón bordado al borde de la carne
el pliegue del estero que manda a pasear
al tiempo entre murallas, muelles, torreones.


Ya no está disponible
el fuelle que agiganta las horas con su rítmico andar
entre plantas acuáticas y frondas recortadas
de jardín japonés.
La Vecina
avecina
la cama sepultada debajo de las rosas
el calambre, la gota de una canilla floja
perforando los ladrillos del patio.
El descuido
acorrala escombros en los ojos cerrados
(¿es en nosotras mismas
donde se juntan la basura y el sueño?).


A veces nos reunimos las amigas
para hablar de la Loca
que pinta con las manos atadas
una enramada de mosquitos
bañada por la Luna
y hacemos el jardín (de paso, conversando)
escardando raíces, removiendo el portal de la savia
que duerme en lo profundo de los tallos
y bebemos
un poco de la fuente y otro poco
del agua de los techos
que cae
desde la cañería al desagüe.


Y Ella como si nada
nos escucha de lejos.
Las voces le hacen señas
las palas del ventilador agitan
la soga que pincela escarabajos en el suelo.
(¿Dicen que las mujeres
no saben lo que dicen?)


Hay un ojo de buey en el museo
para espiarla:
Diremos que el azar la quiso en la vidriera
que la Maga del agua fuera espejo
la causa sin efecto
el fin que se adelanta al pasado.


Y se fugan las dunas de la calle
arenales de viento
otras paredes, otras tiendas.
Un rubor que se escucha
el sorbo de las tripas hociqueando el acorde.
Muslos del universo, un toque
de luces junto al cerco de ligustros
y el cuerpo del amante
calzando
el guante que lo calza.


Nido de topos y vizcachas.
Rincón de enamorados.
Las raíces de la magnolia
son patas de un animal dormido
que rascan las uñas de los días
con la persiana baja
la mirilla en los ojos
el roce del pezón en la seda
la palma de la mano
surcando la planicie del río
como pala de amarre
en las orillas.


¿Y si vuelve la guerra?
¿Estoy convenientemente establecida
en un chalé normando
para auscultar el bombardeo de la plaza
desde el cuarto de baño?


Los enemigos se atan
asesinándose
ruido de pantalones en los adoquines
fieras caídas, sombra derribada
en el mantel de la mesa
y el cuadriculado de una batalla
planeada con cajitas de fósforos
sobre la manta de la cama.
La cadera
es el arma que protege del viento y del frío
el bamboleo desaprende la caída y
una mosca atrapada en la caldera
zumba.


No veo el sentido
enciendo la televisión y quedo ciega.
Los corredores se empluman
con cascos de motociclista:
no creo que puedan ser entrevistados
como se debe
si tienen que hablar con el micrófono
enterrado en la boca del casco
pero qué importa
vuelve el sonido, el brillo
vuelven las muchachas
de encajes y sonrisa en el ombligo
se traban conversaciones
con los carteles de yogur
y el desodorante
estoy apagada
frente a la pantalla encendida
el hombre que sepulta los ojos
en el cuerpo fingido
se yergue, se desata
y amparado en la axila y la barba
se complace en nosotras.


Conozco el desierto de las calles
por donde van girando sermones y demandas.
El alcahuete que define su pie
midiendo el calzado del otro.
Sé el discurso que tritura el sentido
los calabozos injertados
en las ventanas.
La Comadre cierra el postigo
revuelve la caja con mingitorios para gatos
sube las horas hasta el campanario
donde tuercen el tiempo como ropa mojada
para que gotee.


El alemán el turco la tenista escocesa
el japonés de Helsinki y la premiada
por cortar palabras y tenderlas en bandeja de plata
se duplican. El público interviene.
Son llamados
la Pitonisa de fulgentes colores
y el penacho de espigas
la corona que accede al palco
el Coronado en un camino sin banderas
colegiada inspiración al unísono.


Desmenuzado el carrusel
se lanza el noticiero del día
como un menú a la carta.
El desierto se anuda
a las raíces de los árboles
al tallo endeble de las plantas rastreras
al muro chamuscado
de acero, ceresita, vidrio, madera.


Y en un papirotazo cambia el rumbo
de la aguada seca:
llegan los turistas a desarmar el frío
aportando dólares frescos
la humedad de los barcos
la semblanza de rutas y paisajes licuados
en la gaseosa de la canilla.


La supremacía de los hombres
levanta nuevos edificios armados
con alarmas
para guardar mujeres, perros, niños
y habrá otros ventanales
donde hundir la mirada
en el agua estancada de los mil canales
que abre la desidia en la costra reseca
donde pena el sauce.


La Vigía parece/padece achaques esfumados
acuarelas pálidas y rutas
de caballos de fuerza
que suspiran.
El porvenir para venir viene tardando
y entre tanto
se tejen fantasías sobre el manto bordado
de cascotes vacíos.


La seducción se anima a pedir otra vuelta:
los trámites
(esta vez son los trámites) espigan
el ardor de las inmobiliarias y triunfa la sequía
el desamparo como bien adquirido
la pobreza que cincha la valija al ropero
con la ropa gastada.


Cientos de movimientos de avance y retroceso
empujaron la costa hacia adelante
rellena con cascajos del mundo.
Otra vez los camiones volcadores
la basura apilada
montañas nauseabundas de bogas y de bagres
hornacina de moscas, cucarachas
alimento de anguilas y de sapos
gente desalojada
y perros.


Los hombres se guarecen
en las piernas carnosas de las chicas que pasan
esperando la orden judicial
el comparendo.
Entretanto se goza
a destiempo del tiempo de la lluvia
aparejos de caña, soledades
la pesca hipnotizada
disponible en las góndolas de los supermercados.


Se adormecen las ninfas
los faunos retroceden.
El agua se sumerge adentro de sí misma.
Y acaso de la casa
queden los planos en la oficina desmontada
como archivo invisible
escaneado en las hojas prudentes de los cactus
y en la marcha arenosa que propaga
y desmenuza la memoria.


La Invisible administra el agua de los charcos
sueña con la fuente infinita
escondida en napas subterráneas
y cuando se despierta
empuja la manija de la rueda y da cuerda
a las horas del día.
Hay amantes tronchados en baldíos
que sacuden las piernas al unísono
para quitarse la arena del zapato
o aplastar la inmundicia que los cerca.


¿Por qué desperezarse? ¿Que pasa con el cuerpo
que persigue, dormido, una ilusión
arrebatado por la luz despareja de los focos dicroicos
y los vasos tirados en el pasto?
¿Cuándo fue el festival
que reunió multitudes enlazadas
temblando con las cuerdas, el sonido de un bajo
en la madrugada?
¿Qué fue de esos instantes en que cada uno
se sumió en el olvido?


Algo nos empareja en la mañana.
Vamos errantes cumpliendo las tareas domésticas
los trámites pactados, la agenda
y hay espejos manchados
que miran a su paso las mujeres, los hombres
solitarios, a la busca.
Desesperadas moscas que aturden el silencio
con sus voces cavadas
en la trastienda de los shoppings
en la asamblea del consorcio
a la puerta del cine o entre los escalones
que bajan hasta el subte
nos arrastran.


Mieles, cuerpos resfregados con
la forma de los maniquíes
condena de saberse bellos, bien vestidos
presentables por siempre, abandonados.
El Solicitante Descolocado hace la cola para el baño
con la intensión aviesa de fumar un cigarro
y las chicas de Flores van calculando el precio
de teñirse el cabello con tatuajes de vidrio.


Los amantes se esconden, se aletargan
en la corriente baja
que circula en el barrio, en el centro
entre los pisos de los edificios, en los ascensores
cada vez más lejos
más lejos.
Han pasado semanas, noches, días
de fulminar el tiempo, errantes
se resfriegan los ojos con las manos
se sacuden el polvo, los polvos
la crema para la piel reseca
el perfume de nardos.


Y ahora. ¿Dónde?
¿en la torre?
¿el viento?
¿cantando?
Tímidamente
comienza un aria entre las madreselvas
(es un tango, tal vez, del mismo nombre)
que nos vieron nacer.
El hombre y la mujer mueven los hombros
pulsados por arpegios
que atraviesan paredes, rejas
cruces, canaletas y ríos.


Se mueven para hallarse, se reencuentran
la música los busca, los encastra.
El agua se derrama por los brazos
y la sangre bulle en las entrañas como fiera enjaulada.
-Te quiero tanto tanto
que tengo miedo de morir-dice ella.
-Como si fuera una semana
que estuvimos ausentes -él contesta.
En toda la ciudad hay episodios de este tipo
sin duda.
Y vecinas que pintan o embadurnan papeles.


Aunque hay algo que pasa
y que no pasa.
Nadie difunde las noticias sin nombre. Nadie.
Al gusto por las manos, los brazos, el cuerpo
anudado a otro cuerpo,
los adivina el río
que distiende y se filtra
atropellando templos, puentes, muros
calabozos, vidrieras afamadas, tanques y depósitos
y abre una nueva grieta en la mampostería
por donde fluye
el corral del amor, la energía violenta y silenciosa
que borra a los amantes
para ser en ellos, sin ellos
lo desconocido.


Del hueco del no ser, estando
puede brotar la masa ígnea del centro de la Tierra
que hace bullir al océano en las profundidades (dicen).


Del hueco, del vacío, los biguás
enfrentando
el aire del oeste
regresarán
a planear sobre el río.

Hasta que un mundo
de otro mundo
inunde al desolado
escardando los yuyos de las inmobiliarias
y carpiendo la tierra
para quitar raíces, capital, intereses
al tirar de la red
que arrastran los caballos, en la playa desierta.


[1] Título de una novela de Enrique Wenicke.

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