La suerte de la merluza


Cuento de Hebe Solves
Dibujo a pluma del artista Héctor Giuffré

Hay cuatro clases de buques y Rubén ha trabajado en todos. Salió de Córdoba a los dieciséis años y fue a Madryn, un puerto del sur. Ahí se embarcó por primera vez y, desde entonces hasta ahora, no ha parado. Siempre entre hombres es la vida del mar, dice. Pero hace poco, cuando se fueron ocho de los treinta de a bordo en el buque en el que trabajaba, contrataron en su lugar a ocho mujeres que limpian, cocinan y lo que quieran hacer, eso va de cada uno. En cambio, en puerto Rubén tiene dos esposas, y muchas otras mujeres dispersas por el mundo, que ha olvidado. Una de las esposas vive en Chipre, y la otra en Buenos Aires. Son su familia, más una hija griega y tres argentinos. Todos ellos reciben, desde que nacieron, la contribución mensual que envía el padre, al que ven muy pero muy de tanto en tanto.
Rubén viene de hablar por teléfono con la esposa de Buenos Aires que es nacida en la provincia de Córdoba, igual que él, en el mismo barrio de Alberdi donde corre un hilo de agua por el canal, allí donde de chico, el marinero echaba barcos de papel a correr tremendas aventuras, y donde se bañaba con la primera novia. Fue una conversación breve: el marinero ha sido atrapado con su barco en las cercanías de Montevideo y, como las autoridades comprobaron que los papeles del buque no estaban en regla y la carga era fraudulenta, lo requisaron. La empresa dispuso enviar al personal, por avión, hasta Madrid y de ahí a San Petersburgo, donde él y su grupo embarcarán de nuevo quien sabe en que otro barco pirata, a terminar el contrato:
Con Rubén viaja, en el mismo avión, el gerente administrativo, muchacho pulcro de origen chileno, con anteojitos y mirada melancólica (“no sabe el lío en que se ha metido éste”), y tres marineros más a los que Rubén llama a gritos cada tanto: están en el fondo pidiendo y consumiendo varias botellas de vino y, cuando el vino se acaba, coñac o lo que quede en la bodega: las y los azafatas y azafatos le tienen paciencia y a Rubén mucho cariño: Gallega, grita; tráeme lo que te he pedido (parece que ese algo no debe nombrarse). La mujer, de pelo estirado, le obedece con una semi sonrisa entre los labios. Parece que se conocen desde hace tiempo. Algunos pasajeros ya no saben si están en alta mar o entre las nubes.
Arrodillado en su asiento, el marinero inicia una conversación con la señora de edad que tiene más cerca, en la fila de atrás, mientras mira de reojo a una esposa joven que, con el marido al lado, escucha la charla y luego interviene también ella, animada y súbitamente con cara y porte de soltera.
-El avión se retrasó por culpa de ustedes.
-Nada de eso, es que en el billete decía la hora de salida y a esa hora salió.
-Pero la gente estaba sentada desde hacía rato.
-Peor para ellos.
-Pero... ¿de dónde vienen?
Llaman la atención unos marineros navegando en el aire y como simples pasajeros.
-Venimos de Montevideo, dice Rubén y se tapa un ojo, jugando a hacerse el pirata tuerto.
-Qué riesgos correrán.
-Nada de eso, esto es de rutina, los barcos piratas atestan los mares. Los llaman piratas porque viajan con un destino y una misión pero, en alta mar, se arriman lentamente a otro buque ya pactado (es la diferencia con la piratería de antes) y con mucho cuidado de no ser detectados por los radares. Entonces, y con gran sigilo, hacen el trasbordo de toneladas de mercaderías ilegales.
-¿Que clase de mercaderías?
-De todo, desde drogas a merluza, contingentes de esclavos, fauna exótica, electrónicos, niños. Todo esto hay en el mundo moderno; cómo lo hubo siempre. La merluza, por ejemplo, que al pescador se la pagan a veinte centavos... ¿a cuánto se vende en Europa, por ejemplo? No lo saben pero pueden imaginarlo, en Buenos Aires está a 8 pesos el kilo. Y el buque factoría en que vinimos cargó 120 mil toneladas, en zona vedada y tan tranquilo.
Alguien pide más explicaciones: que cómo se hace la piratería en la época de la globalización, que si está el buque informatizado, que si es paleando como se cargan y descargan los cardúmenes, que si es cierto que en la bodega viven sin salir a la luz del día los semiesclavos que procesan el pescado de tal modo que, al llegar al puerto, lo que hay en el buque son latas llenas de carne azul o rosada, en aceite o al natural, con la estampa de la marca de origen y lista para entrar en las góndolas de los supermercados siempre y cuando no sea interceptada la carga por alguna prefectura celosa de su trabajo e ignorante de la realidad.
Porque la realidad es que el mar es un mercado invisible, una tierra de nadie que, semejante al dinero que viaja misteriosamente de banca en banca, de bolsa en bolsa, va siguiendo la corriente informática como marea de datos que inunda y se esfuma en un parpadeo de pantalla.
-No, las cosas hoy, con la tecnología, son maravillosas, pero a la larga el buque bien dotado es más peligroso que la barcaza de pescador.
-¿Por qué?
Rubén sabe que su vida es otra desde la tormenta en el golfo de México pero no lo cuenta por el momento para hacer durar la expectativa. Ya están volando a gran altura, se soltaron los cinturones y algunos curiosos se acercan por el pasillo para escucharlo. A veces Rubén se detiene y va al fondo donde sus amigotes le sirven una copa; la bebe y vuelve al pasillo y al asiento donde ya hay un público dispuesto a mirar sus cachetes sudorosos, sus ojitos brillantes, su camiseta sin mangas que él airea cada tanto metiéndose la mano por la sisa para rascarse el pecho velludo. No todo los días está, cierta gente, en presencia de un marinero de verdad. Y nadie conoce cómo son aquellas operaciones que nos permiten degustar pescados exóticos en cualquier centro comercial del mundo civilizado. Ahora se sabe: la nave de altura no es cualquier cosa. ¿Que cómo se pesca en una nave de ésas? Ahí va:
-Primero se lanza una luz potente, de profundidad, a veinte, treinta, cuarenta metros y, cuando se detecta el cardume que se va acercando (bichos curiosos que han de caer en la trampa) se arroja una caña hueca por donde se inyectan chorros de sangre.
-¿Sangre de qué?
-De vaca. La sangre va tiñendo el agua y los peces no se resisten, acuden a montones. Entonces se va apartando el barco, y a babor o a estribor, según sea la cosa, se abre la red y se la hunde muy pero muy lentamente, tanto para que no se asuste el cardume como para que no se alerten los radares. Cuando ya calculan los técnicos que hay bastante pescado (no tantas toneladas como para que la carga hunda el buque en la maniobra) se cierra la red y el guinche la levanta. Rápido, hay que abrir el pozo de cubierta haciendo girar las mariposas. Abajo hay una cinta a lo largo de la cuál nos ubicamos los marineros y una lluvia plateada de pescados y mariscos va cayendo poco a poco en la cinta que se mueve de modo tal que cada uno de nosotros entra a trabajar muy deprisa para separar los especímenes según su clase y calidad echándolos a la bodega. Es curioso: por ejemplo, el marisco bueno siempre cae patas arriba porque el cuerpo le pesa, en cambio el débil cae de patas y no tiene casi valor. No los tiramos pero van aparte... La empresa cuida la calidad de la mercadería pero no todos los empleados se mueven con la rapidez que hace falta. Son días agotadores. Y sin embargo la vida del barco es agradable, tenemos nuestro camarote individual, médico, buena comida, Internet, modo de enviar giros a quien queramos en cualquier parte del mundo y, desde hace poco, como todos estamos en las listas informatizadas del gremio, quien quiera puede consultar nuestro itinerario y contratarnos o cazarnos; si fuera el caso. Pero yo, mientras tenga trabajo, no me meteré en líos.Y a la empresa no le importa que la pesquen. Son muchos buques que andan pirateando por el mundo y al partir, cada uno tiene que contar con una base de dos millones de dólares de capital, así que hay que imaginarse que unos buenos pesos para un aduanero o un prefecto nada es. “No son nada” mejor dicho, porque de tanto andar con un cumpa gallego se me contagia la manera de hablar, dice el cordobés del mundo.
Entretanto, la señora mayor cabeceaba y la joven no se atrevía a mirar al marinero que ahora hablaba para todos, como si tuviera una audiencia invisible, televisiva. La mujer mayor tuvo un sueño breve donde aparecía el guinche girando en alta mar para levantar un container repleto de niños y niñas tan interesados en el vuelo en caja que no parecían sufrir su destino de esclavos vendidos por los propios padres. ¿Acaso no saben dónde van a ir a parar?, les hubiera gritado la señora, pero no salió ninguna voz de su garganta y, con la angustia y la impotencia, se despertó justo en el momento en que el avión entraba en un pozo de aire.
El marinero empalideció: había tomado más de la cuenta y tuvo que recurrir a la bolsa de papel impermeable que ofrece el servicio de la compañía aérea para estos casos. Sentado, ya no se lo veía desde las filas de atrás y hubiera sido inútil pedirle ayuda. Además, el bajón duró un momento y pasó, aunque fue seguido de tremendas sacudidas acompañadas por los suspiros del pasaje. La esposa joven se abrazó al marido y la vieja pensó en el que había perdido en su momento por esa costumbre del divorcio que la había atacado más de una vez. Viajar sola no es lo mismo. Pero ya había pasado el susto y Rubén se levantó del asiento para ir al baño, llevaba en la mano la bolsa de papel. Enseguida vuelvo, dijo, como hablando al público.
Y volvió trayendo, para las dos mujeres, sendos vasos de zumo de piña.
-En el barco uno se acostumbra, pero acá es distinto, quiso justificarse. Y es que en el mar la tormenta tampoco avisa. La vez del Golfo de México creí que era la última...
La señora estaba cansada de escucharlo pero vio que llegaba el contador, marinero presentable y con cara de estudiante de filosofía. El muchacho se sentó junto a Rubén y le preguntó qué había pasado en el Golfo de México.
-La tormenta no avisa, dijo Rubén, vos sabés lo que pasa porque el barco cabecea. Los buques tienen la amabilidad de hundirse por la cola en primer término para dar tiempo a respirar. Estábamos en el puerto y el cabeceo no me despertó pero vinieron a sacudirnos con la noticia de que el buque estaba escorando y que iba para más de 27 grados de inclinación, que es el indicador de que la nave entró en peligro. Estaban haciendo el barco a la mar, había que alejarse del puerto y bailar sueltos. Salí desesperado para subir al puente, a la cabina de mando. Pero en cubierta el agua pasaba de uno a otro lado y las olas barrían con todo. Un cabo, que es un tensor grueso del tamaño de un puño, se cortó. Al cabo hay que aflojarlo a medida que el viento arrecia, pero en la confusión, nadie lo hizo y la tensión fue tal que cortó al cabo en dos y las partes, sueltas, salieron como latigazos a barrer lo que encontraran que fue la pierna del marinero aquél que está atrás.
Un silencio admirado y alguna gente que estiró el cuello e intentó girar la cabeza para ver al accidentado quedó en agua de borrajas porque otro sacudón del avión metió las cabezas entre los hombros para soltarlas luego como calabaza de marioneta manejada por un loco. Glup, parecía oírse, y se hubiera oído lo mismo en caso de un pasaje que se hundiera en el mar para volver a emerger al momento.
Rubén volvió a sentarse y no se puso de pie hasta que el marido de la joven esposa invitó a toda la fila a levantarse para admirar el Amazonas desde una ventanilla del medio, consuelo de los que viajan en los asientos entre pasillos. Hasta la señora mayor fue a mirar:
-Esto es muy árido, no puede ser el amazonas. Será el Sertao.
-Es el Amazonas. Es así como lo han dejado, sostuvo Rubén, apareciendo súbitamente por detrás del grupo arremolinado junto a la ventanilla, ojo de buey marino si no fuera por su forma oblonga. El público dio la vuelta y se toparon con los marineros que estaban chacoteando y lo atrajeron al joven Rubén, derramando en el aire convulsionado por otra sacudida las últimas gotas de una botella de bebida blanca.
-Ahora viene la última. Vaciamos la bodega.
Pero Rubén no los oía. Se había refugiado en el baño.
-¿Cuándo parará esto? dijo la señora mayor mientras, de regreso, se sentaba junto a la joven, suspirando. El marido había sido capturado por los marineros y estaban solas, hasta que regresó a su sitial Rubén, compuesto y amable, con nuevos jugos de piña para las damas.
-¿Y cómo fue lo del golfo? preguntó la casada.
-Bueno, creí que me moría. Duró treinta horas. A mis pies, en la escalerilla donde apenas asomaba la cabeza, vino a dar otro marinero de Veracruz, sangrando como un grifo. El cabo suelto, después de pegarle en la pierna a uno, le dio de lleno en la mandíbula al de atrás y le hizo papilla la dentadura y el hueso. Lo recogimos y lo llevamos sobre la mesa de la cocina. Él médico de a bordo, retorciéndolo, consiguió parar la hemorragia. Cuando llegó la calma; nos arrimamos otra vez al puerto y hospitalizaron a los heridos.
-Y usted, ¿dónde vive ahora? preguntó de pronto la señora, como queriendo pisar tierra firme.
-En ningún lado. O mejor dicho, donde caiga. He visitado setenta y dos países del mundo.
-¿Y cuál es el mejor lugar para vivir?
-Carmelo, en la costa del Uruguay. Allí es tranquilo.
-¿Carmelo?
-Sí.
-Quién hubiera dicho.
-Pero yo compré, para mi mujer y mis hijos argentinos, un departamento en pleno centro, frente al departamento de policía, en Buenos Aires.
-¿Ah, sí?
-Y... los hombres somos malos, no tenemos arreglo. Porque en uno de aquellos viajes se me ocurrió llevar a mi mujer de Chipre y a nuestra hija para Argentina. Ante la curiosidad discreta de la gente, Rubén contó cómo un día, cruzando la calle frente al Departamento de Policía junto con la niña y la esposa chipriotas, vio que la pequeña revoleaba su mochila frente al gran edificio, alojamiento de la policía local. Rubén, atemorizado, le gritó:
-¿Qué andás bagayeando, vos?, como si bagayo fuera metáfora de valija, bolso, saco, y no de bolsa de contrabandista que lleva lo prohibido en su nombre. El policía, al oír la voz de alerta denunciada por el propio padre, los detuvo:
-Alto, qué llevan ahí. A ver, deme los documentos.
Llevarían contrabando de juguetes del mundo y acuarelas para decir con colores la distancia. Pero el sabueso olió el contenido como perro entrenado y volvió a exigir:
-Documento. Deme el documento.
Rubén sacó el cartón enfundado:
-Lo muestro pero no lo doy, dijo.
El policía era un poco miope y más porque la vista se le desviaba hacia la chipriota, muy diferente de todas las contrabandistas que había investigado hasta el momento. Aprovechando esa debilidad, Rubén gritó: -Vamos a casa, y la cosa terminó allí. Pero en casa, las dos esposas se aliaron para destruirlo mientras los cuatro hijos jugaban desaforadamente con el contenido de la mochila.
-Sí, ellas son amigas. Y mis hijos también, sostuvo Rubén ante sus oyentes-. ¿Por qué habrían de enojarse? La vida es así. Yo me enamoré en Chipre. Y cómo, a qué negarlo.
-Hay que tener ganas para comprar una propiedad justo frente al departamento de policía, comentó el marido de la joven.
Ganas de ser legal, de tener un sitio honrado, de ser admitido. El pacto entre mujeres y el parentesco entre los medio hermanos es hijo también de la simultaneidad, de la presentificación en una guarida, en Buenos Aires, de amores pasados y niños desconocidos.
Culpable, Rubén podría enfrentarse de pronto al juicio final con la cabeza bien alta, de la mano de la anciana que lo escucha, pensando en amores viejos situados en diferentes países, en distintas ciudades, en barrios desconocidos, barrios que son culturas en las que el tiempo corre, embebido en genes y metáforas.
-¿Quiere otro zumo, doña? La veo pálida…
-No, no, ya está, ya viene la cena. ¿Qué habrá de comer?
-Arroz con pollo. O albóndigas de carne, con puré.
Rubén se marcha, la pareja de casados murmura y la señora solitaria escucha como puede:
-Este año tendremos otro hijo.
-Hijo de este viaje, de esta nueva luna de miel.
Con las valijas en la bodega del avión, repletas de ropa nueva, máquinas de fotografía digital y video, computadora y elásticos para hacer la gimnasia matinal, se ven los dos llegando al Prado, o a la Plaza de San Marcos, enmarcados ya en la placa fotográfica que perdurará en una pared futura, o viajando por Internet, desde los canales de Holanda a la sala de la casa con ventana al río Paraná, donde los primos manipularán la pantalla hasta arrancarle la imagen de los viajeros para mostrarlas a los hijos, que están en guardia contra el abandono en brazos de una de las abuelas (la otra atiende el negocio).
-Vivir, yo viviría en la costa del río, en el Uruguay, dice otra vez Rubén, escondiendo en el sobre del asiento un vaso vacío-. Ya lo dije y lo repito.
Sus palabras no asombran a nadie. Buscar la paz es el único sueño universal que no se cumple. Pero ya están en el pasillo los marineros del fondo, anhelantes de estirar las piernas y bajar a tierra mientras el avión carretea y la esposa joven guarda apresuradamente una manta de avión en su bolso de mano, con la intención de guardarla de recuerdo.
-Yo no lo haría, advierte la señora de edad. Capaz que suenan al pasar por la portezuela.
Y la muchacha se desdice en el acto, poniendo la frazadita en el asiento, como si no hubiera sido utilizada.

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